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La historia que cuenta el cine

No es posible abordar la historia del siglo XX sin hacer referencia al cine. El estudio de las mentalidades o de la organización social del ocio se vería dramáticamente limitado si prescindiéramos del llamado séptimo arte. No serían comprensibles ni la historia de la URSS ni la del nacionalsocialismo sin tener en cuenta el valor propagandístico del cinematógrafo. Como tampoco sería factible interpretar cabalmente la Guerra Fría sin partir de la consideración de que se trató de un conflicto geoestratégico, pero también ideológico, en el que la batalla de la imagen (una vez más el cine), desempeñó un papel esencial en el triunfo del modelo occidental sobre el soviético.
Por otro lado, debemos aceptar que la mayor parte de las películas (si no todas) tienen valor histórico, es decir aportan al historiador datos relevantes para la comprensión del pasado. En un doble sentido: como agente histórico que fueron en su momento y como fuente para la historia que son hoy. Las películas produjeron un impacto en la sociedad de su tiempo, una influencia (fuera política o de otro tipo) que debe ser valorada por el historiador en su justa medida. Pero, además, el propio contenido de las cintas, las imágenes que en ellas encontramos son material de interés indudable, nos permiten abrir una ventana al pasado (que era presente cuando esas imágenes se rodaron) proporcionando inapreciable información visual sobre un mundo ya desaparecido.
Los historiadores debemos reconocer que hay cineastas que manifiestan en sus obras una voluntad inequívoca de “hacer Historia” en el sentido de aportar sus análisis e interpretaciones al acervo historiográfico común. El intercambio de pareceres entre cineastas e historiadores solo puede ser positivo y enriquecedor para ambos. Tras el estreno de “Trece días” (Roger Donaldson, 2000), en la Universidad de Harvard se celebró una reunión científica para abordar la cuestión de la crisis de los misiles cubanos. En ella estuvieron presentes, aparte del director del film, destacados especialistas en la materia e incluso algunos de los protagonistas de aquellos dramáticos días. Se señalaron algunas inexactitudes históricas, pero se convino que en general la cinta se ajustaba bastante bien a lo sucedido. En otras ocasiones, como ocurrió con la película “Gallípoli” (Peter Weir, 1981), el cine desató un debate entre historiadores acerca de un episodio olvidado de la historia australiana como era la participación de los ANZACS en la Gran Guerra. Más recientemente la película francesa “Días de gloria” (Rachid Bouchareb, 2006) ha generado una viva controversia sobre el papel que las tropas coloniales francesas desempeñaron durante la Segunda Guerra Mundial, provocando incluso que el presidente de la República anunciara cambios legislativos con el fin de que aquellos soldados obtuvieran las compensaciones económicas que en su día se les negaron al no ser franceses de pleno derecho.
No obstante, también es evidente que la historia audiovisual, que Rosenstone reivindica de forma sugerente, plantea problemas de fondo y de forma. Al igual que ocurre con la historia escrita convencional el historiador debe ser consciente tanto de las limitaciones del medio como de sus ventajas ¿Cómo leer las películas históricas? Uno de los autores más interesados en esta cuestión ha sido José María Caparrós. Junto a Sergio Alegre ha diseñado toda una metodología para el análisis histórico de los filmes de ficción.
Debemos poner siempre la película en relación con los elementos constitutivos de todo proceso de comunicación: emisor, receptor, mensaje, contexto, medio. Una producción cinematográfica es la obra de un equipo humano, técnico y económico. No se trata solo de la obra de un director, sino en definitiva, de una industria. Además, la película se hace en un momento histórico determinado, influida por unas circunstancias ambientales, sociales e ideológicas. Por ejemplo, la serie de Rambos de los primeros años 80 no puede deslindarse de la presidencia de Ronald Reagan y del intento de América por superar el síndrome de Vietnam. Y finalmente, el cine tiene instrumentos para difundir su mensaje que van más allá de los más explícitos como el guión. Hay también recursos del lenguaje cinematográfico, movimientos de cámara, sonorización y sobre todo el montaje, tan decisivos o más. Es preciso conocerlos. En palabras de Marc Ferro: “Analizar en el film tanto la intriga, el decorado, la planificación, como las relaciones del film con lo que no es el film: la producción, el público, la crítica, el sistema político. De este modo podemos esperar comprender no solo la obra, sino también la realidad que representa”
Teniendo en cuenta todo lo anterior, el historiador se encuentra ante un dilema final: ¿cómo cuentan la historia las películas?, ¿qué tipo de historia es la que vemos en pantalla? Para empezar, hay que recordar algo obvio, que el cine es un espectáculo dirigido a un público sentado en su butaca dentro de una sala oscura. Su principal objetivo, por lo tanto, es entretener a un espectador que ha pagado una entrada y a cambio espera recibir un producto digno de su atención. La Historia que el cine nos cuenta, es ante todo y sobre todo, cine, y por eso debe adecuarse a las reglas del espectáculo. Empezando por la duración (no se dispone de tiempo ilimitado), siguiendo por la estructura narrativa básica (planteamiento, nudo, desenlace) que debe asegurar el mantenimiento del interés, y terminando por el lenguaje (tanto el visual como el de los diálogos) que tiene que ser comprensible para el público. Debemos asumirlo así: el pasado se viste de espectáculo, y esa es la garantía de que los espectadores pasen por taquilla.
Partiendo de esa base los autores de las películas ponen en marcha una serie de estrategias para hacer inteligible al público un problema o un hecho histórico, normalmente caracterizado por su complejidad. Rosenstone analiza muy bien esos mecanismos. Hay que resumir en un tiempo limitado (la duración comercial habitual de un filme) toda una serie de acontecimientos que pudieron prolongarse a lo largo de meses o incluso de años (toda una existencia en el caso de una biografía). Alfred Hitchcock decía que el cine era como la vida, pero sin las partes aburridas. La condensación temporal suele ir acompañada de la selección tanto de personajes como de situaciones. En ocasiones se opta por fundir en un solo papel elementos procedentes de las vidas de diversos individuos, o en una sola secuencia momentos dispersos a lo largo de períodos de tiempo más largos. El guión debe reflejar los elementos fundamentales que permitan la comprensión del problema histórico, para luego ser verbalizados por los intérpretes sin caer en la pedantería ni el academicismo. El lenguaje utilizado debe acercarse más al del tiempo presente que al que realmente utilizaban los auténticos protagonistas de la Historia.
Del mismo modo, la reconstrucción de época será lo más esmerada posible, pero en ocasiones deberá sacrificarse la realidad de los hechos a su verosimilitud para un público actual. Incluso podrá recurrirse directamente a la alteración de hechos históricos, al anacronismo o la invención de situaciones que no tuvieron lugar (pero que perfectamente podrían haber ocurrido), con la finalidad de aportar argumentos o explicaciones que de otra manera sería difícil incluir en la trama. Es lo que Rosenstone llama “la invención de una verdad”
Una buena película histórica será aquella que no contradiga en lo esencial nuestro conocimiento “profesional” sobre el pasado. Una excelente será la que además consiga ampliar nuestra visión, sugiriendo reflexiones, suscitando debates o aportando elementos de juicio que enriquezcan nuestra percepción de lo sucedido. Seguramente unos filmes serán más rigurosos, completos y estarán mejor planteados y resueltos que otros. Pero eso también ha ocurrido, ocurre y ocurrirá  siempre con los libros de Historia.

Texto extraído de: El pasado como espectáculo: reflexiones sobre la relación entre la Historia y el cine de José-Vidal Pelaz López
pelaz@fyl.uva.es
Doctor en Historia. Profesor Titular de Historia Contemporánea en el Departamento de Historia Moderna, Contemporánea, América, Periodismo, Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, España.

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